Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 58 - Año X, Primavera 2011

LINTERNA-TURA: CUENTO

D I S C O T E C A

ENRIQUE GRAY

Cuando te vi contoneándote en la pista de baile pensé en mi zapato. Tu blonda cabellera giraba como un tiovivo en plaza de jolgorios. Tus ridículos zancos blanquinegros chapoteaban como patos en charco y tu falda floreada se batía cual bandera de guerra, una guerra a la cual yo no había sido invitado. Tus muslos se dejaban ver entre los intersticios que abrían los brincos y ni me di cuenta que muy cerca de ti se zangoloteaba un varón.

Fue como si se encendieran dos poderosos reflectores sobre la vorágine de tu cuerpo: uno sobre tus caderas que se cimbraban al compás de un dislocado tifón; el otro sobre tus ojos que parecían desbordarse de sus órbitas, mientras los haces multicolores parpadeaban sobre un racimo de cabezas verdes, rojas, azules, amarillas que acezaban, sudaban, rugían, braceaban: un pandemonio de piernas y brazos en un mar bravío y sensual.

La paranoia orgiástica me había atrapado dentro de una máscara hipócrita de inmóvil displicencia, pero no era culpa de nadie que yo me sintiera frustrado y tullido, sino de mis abominables muletas. Ellas me habían transportado hasta esa caleta de depredadores para ver si el cuerpo podía funcionar sin extremidades inferiores, que de inferiores nada tienen y comenzaba a convencerme de que no, endilgándome a mí mismo el más patético de los discursos - tardío por cierto - sobre la inconveniencia de arrojarse sin muchas precauciones por una ladera nevada y -quién iba a saberlo- haría stop en una saliente rocosa que me cortó el aliento hasta caer de tonto en la posta de emergencia más cercana. Diagnóstico: fractura de peroné.

Como para no creerlo, pero lo único que me vino al cacumen cuando oí la palabra «peroné» fue aquella tonadilla que solía tararear mi abuela cuando se sentía contenta. Cantaba: “...te juro Juana que tengo ganas de verte la punta ‘el pie. La punta ‘el pie la rodilla la pantorrilla y ¡el peroné!”.

Pero no. El maldito hueso le cuchicheó al perverso ciruja que la hazaña merecía por lo menos un mes de parálisis. Y el yeso sedujo a la pierna y la pierna a la cama y esta me propinó la primera larga lección de soledad terapéutica que casi me trastornó. ¡Y a los dieciocho años!

Treinta días de cojo con o sin muletas no era perspectiva digna de aplauso, como tampoco lo fue para mis progenitores que expresaron su desaprobación en sus personales estilos: «En estas condiciones no podrás carretear el fin de semana», sentenció el viejo, sin que yo pudiera imaginar de dónde había extraído el verbo. Mamá usó una terminología más acorde con su condición de psicóloga (a ella le gusta con p) terapeuta: «Ahora tendrás que tener más cuidado dónde pones tus pies».

Los días pasan sin pedirle permiso a nadie, una costumbre que ha pasado a corporizarse en mi emergente personalidad y algo que el viejo valoriza como un ejercicio de responsabilidad que puede o no involucrar riesgo; para mamá en cambio, revela un rasgo precoz de maduración del «niño», que puede traer consecuencias no previstas en la bitácora familiar.

Como es frecuente, las aprensiones de mamá triunfaron sobre la tesis permisiva de papá, y el «niño» contrajo su crisis de crecimiento con pata enyesada. Mala pata, gruñó la víctima.

Eso explica que ambos progenitores manifestaran su desacuerdo cuando a la hora del lunch anuncié que esa noche iría a dar una vuelta a la discoteca de moda, para estirar las piernas.



-¿Cuál pierna? -inquirió mamá, que es académica hasta para fijar el corte mínimo de las uñas.

-La triste, madre -respondió el damnificado.

-Ni pensarlo -decretó el padre.

-No pienso moverla -justificó el postulante.

-Acuérdate que el médico advirtió que... -alertó la madre.

-Pero no me prohibió salir -insistió el obstinado.

-Sin correr riesgos -aclaró el pater.

-Riesgo hay en todas partes -filosofó el impugnado.

-De noche son mayores- recalcó la mater.

-Iré con Álvaro: él me cuidará -cambié de táctica. Los jueces de causa se miraron. (Álvaro es el aspirante a ingeniero comercial que pretende - ¡pretende!- a la María José y sólo le queda un año para recibirse. (De ingeniero, no de pretendiente).

La pausa me reveló que ambos abrigaban sólidas expectativas de las mentadas pretensiones. El frente de oposición había sido derribado. -Bueno… -. (Cuando mamá comienza una frase con “bueno” significa que está a punto de decir «sí» y es necesario aplicar la estrategia napoleónica).

-No te preocupes, mamá. Álvaro es incorruptible (así lo creía).

-Sí, pero tendría que comprometerse a que no te dejará dar ni un solo paso de baile.

-¿Bailar yo? ¿Con esta armadura de yeso?

-¿A qué hora regresarán? (La plaza estaba sitiada).

-Temprano. No más allá de las 2.

-¿De la noche o del día?

-iMamá! -Esta exclamación, antecedida de dos tch-tch, jamás falla.

-Bien. Como no creo en la Cenicienta, concedemos permiso hasta las dos. Estaré alerta.

Mamá siempre está alerta. Hasta con sus pacientes.

Me levanto. Abrazo las muletas. Abrazo a mamá. Sonrío a papá y me dirijo al teléfono.

-¿Álvaro? Todo arreglado.

Álvaro aparece a las once. En el camino me confidencia que no podrá acompañarme todo el tiempo porque está citado con una mina a cambiar impresiones sobre el globalismo. Yo entiendo su metáfora.

-No se preocupe, compadre. No creo en lo malo de la soledad. Esa chiva la inventaron los psiquiatras. Me lo dijo la vieja, que es de la mafia.

Mi amigo me agradeció mi prueba de comprensión y yo agradecí la retórica de su compañía. A la primera de cambio me dejó con una «margarita» en los labios, sin ninguna alusión a la Dama de las Camelias, y fue así como me sorprendió el descubrimiento de la ley no revelada del movimiento perpetuo cuando tú te apareciste en mi visor. Ya hablé sobre tu falda floreada, tus muslos impúdicos que a ratos se veían rosados, verdes, azules según como girara el ventilador de las luces fosforescentes en el aire nicotinoso del tugurio que de pronto comenzó a metamorfosearse en el vertiginoso pasaje de aquella película “All that Jazz” que ya he visto n veces y siempre me deja un sabor a epopeya inconclusa, y todo ello ocurriendo al lado de mi rigidez estúpida de pierna enlatada sin poder agarrarte del torso para bailar contigo la esquizofrenia aeróbica de tus descalzos pies. Y yo, atontado de giros y luces no supe cómo ni cuándo te vi desprenderte del piso, elevarte en el aire como un globo loco y caer como un aerolito sobre mi esmirriada humanidad. Mi alarido debió oírse en las antípodas. -¡Aaaayyyyyyyyy ayyyyyyy mierdaaa!

Lo único que fluía de ti era un resoplar de yegua desbocada llegando a la meta de sus delirios, las manos pegadas a las sienes y los ojos como faroles intermitentes. Al fin tus cuerdas vocales reaccionaron:

-¡Diablos! ¿Qué pasó? ¿Estás herido? Mi ancestro sajón sacó a relucir su flema irónica.

-¡No! Sólo me has machacado la pierna en veda.

Acercaste tu cara para hacer inventario de los escombros (las mujeres son tan meticulosas) y recogiste algunas astillas blancas. -Perdona, perdona: perdí el equilibrio.

-Y yo, mis dos semanas de traumatología. Te mandaré la cuenta.

-De veras lo siento. Cuando bailo pierdo el control. ¿Puedo sentarme?

-Tú puedes todo. El impotente soy yo.

-Ya veo. ¿Cómo es que viniste aquí en ese estado?

-Pura curiosidad. Para mí las discotecas son el submundo donde sucede la vida tierrosa y clandestina que a todos nos gustaría vivir a la luz del día.

-Ahá, un poco más y terminas una tesis sociológica sobre los riesgos que acechan a la juventud. ¿Cómo te llamas?

-Yo no me llamo, me llaman…

-¡Pata de pantruca!

Debo admitirlo. Me sacaste la primera sonrisa. Luego me sacaste parte del yeso triturado. Me sacaste a la calle. Me metiste en tu auto. Me llevaste a mi casa. Enfrentaste a mamá (papá dormía, a Dios Gracias). Anotaste el teléfono.

Antes de las diez, cuando aún yacía bajo el sopor del calmante, me despertó el ring-ring. Tu ring-ring.

-¿Cómo amaneciste?

-Adivina.

-Con pata nueva.

-Me alargaron la condena.

-¿En cama?

-No. En el infierno.

-¡Qué bueno! Así podremos conversar tranquilos.

-Pero no por teléfono. Mamá cree en el llamado local medido.

-Iré a visitarte. ¿Puedo?

-Ya te dije: tú puedes todo.

Cumplió la niña. Cumplió tan bien que ya hace tres años que vamos a la nieve juntos, al cine juntos, a comprar juntos, a pasear juntos, bailamos juntos y yo la aprieto más fuerte para que no se me vaya a escapar por los aires y aterrice sobre otra pata enyesada que tamborilee en alguna discoteca sabatina. Lo único que no hemos hecho juntos es casarnos. Para asegurarnos que es un compromiso ineludible, aún no me saco el yeso. Ahí ella escribió «Te amo» en un momento de distracción mía.

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