Los zapateros de Santiago, a fines de siglo XIX y principios del XX, eran por tradición criadores de canarios, y como tales se juntaban los domingos en la Plaza de Artesanos para exhibir y hacer competir a sus bellos pupilos amarillos y naranjos, que se lucían con largos y melodiosos trinos. Ya reunidos, comenzaba la competencia. Salía un zapatero al ruedo, según inscripción, con su jaula tapada con un gran paño, el que retiraba una vez dada la partida. El canario en competencia, acostumbrado a actuar en público, comenzaba de inmediato su trino, el que era medido en tiempo y armonía por un jurado de la misma agrupación. Crecía el entusiasmo en la concurrencia y hasta apuestas aparecían por uno o por otro competidor.

Normalmente no había problemas, pero avanzada la hora, crecía el entusiasmo de los participantes, sobre todo cuando había que dilucidar algún empate. Para ello también había una regla, que consistía en que dicho empate se resolvía a “lezna” (la pequeña y filosa cuchilla zapatera). Siendo así, los zapateros dueños de los canarios en empate se amarrabas entre ellos una pierna a la altura del tobillo, enrollaban su chaqueta en una mano y, esgrimiendo la peligrosa lezna en la otra, empezaban el duelo, el que debía terminar “a la primera gota de sangre”, dando por ganador al que salvaba ileso.

Pero el entusiasmo, los tragos y la osadía de los competidores y espectadores, forzaban a seguir el duelo hasta la segunda, tercera y cuarta “gota”, o hasta que finalmente uno de los zapateros caía al suelo medio desangrado. Con la llegada de los “pacos” y/o de la Asistencia Pública, ya al oscurecer, los zapateros iban retirándose, no antes de echarse algunas pullas que invitaban a nuevas competencias del domingo siguiente.