Revista Dedal de Oro N° 61
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 61 - Año X, Invierno 2012
TRADICION ORAL
LOS ZORROS
CECILIA SANDANA GONZÁLEZ
Profesora de Historia y Geografía, cajonina desde siempre.

La geografía en que está inmerso el Cajón del Maipo es rica en flora y fauna: árboles nativos que arrastran sus ramas por el suelo, danzando al compás del viento que se oye resoplar por todos los rincones; espinos con vainas que daban harina a los Chiquillanes; peumos que adornan de rojo la naturaleza y litres que, de no saludarles o decirles un garabato, se ofenden y lanzan sus hechizos a la piel de quien ha osado no reconocerles. Plantas rastreras también las hay: van en busca del sol infinito que entra por las quebradas, flores que se dejan ver algunas veces en el año y otras que duermen dejando sus semillas en silencio, germinando para la próxima exhibición. Los colores dan alardes de ellas, todo un abanico para nuestros ojos; algún ser primordial debió regalárnoslas.

Los bichos serpentean en nuestro caminar mimetizándose con la tierra y los pájaros se alzan por el cielo mostrando la libertad absoluta, dando muchas veces ganas de seguirlos. De los seres de la tierra ni hablar: a veces se deja ver el puma, que de pura hambre degüella el ganado; los quiques, que dicen son agresivos pero enternecedores al verlos… Pero de quienes quiero contar es de los zorros que viven en nuestra precordillera. Son como perros con el hocico alargado y una cola añorada por quienes asesinan sólo para tenerlas como trofeos. Algunos los consumen: según cuentan, comer su carne es bueno para los asmáticos.

En El Guayacán, durante los años 50, los zorros se veían por las laderas y con ellos los niños tendían a jugar; les tiraban piedras grandes con hondas para que se escaparan por entre los riscos.

Vivía por aquel entonces un hombre solterón, en un rancho que ya se caía. Tenía él su cama de payasa, muy usadas en ese tiempo: no era más que un saco lleno de hojas de choclo. Al medio tenía un fogón donde calentaba la tetera y las sopas, todo lleno de hollín. Pero era agradable visitarlo. A unos sobrinos de él les encantaba ir a verlo, porque les contaba historias del Diablo, de la Lola y de varios seres que merodeaban las calles. Un día llegaron de visita, venían con mucha energía, la que era canalizada junto al fuego antes de salir. El hombrón sacaba tabaco del bolsillo de la chaqueta y con papel de arroz fabricaba un cigarrillo mientras hervía la tetera para servirles un té a los cabros chicos.

Después de contar unos chistes partían al cerro. Unos corrían, otros saltaban, y con una honda le apuntaban a lo que creían poder matar. El sendero estaba lleno de arbustos y el tío sabía dónde se podía encontrar el entretenimiento. Les pidió que guardaran silencio para que no se espantaran los zorros. Escondidos entre las ramas molestarían a uno que apareció, pero sin hacer caso, dispararon piedras para perseguirlo y jugar con él. Sin embargo, no contaron con que durante la época del celo estas bestias se ponen peligrosas y, en vez de ellos corretear al animal, llegaron muchos zorros que mostrando sus blancos colmillos les persiguieron entre las matas como perros rabiosos. Los cabros chicos lloraban y el viejo, que apenas se podía las patas, les gritó que subieran a los árboles, si no se los podían comer los bichos esos. Todos, como pudieron, treparon a las copas de los árboles. Les corría la sangre por las canillas y los más chicos no paraban de llorar. Así pasaron las horas y el sol se escondió. Los animales siguieron allí hasta que oscureció. Con hambre, miedo y frío, tuvieron que pasar la noche, y apenas aclaró comenzaron a bajar, y corriendo salieron de ese bosque nativo. Nadie les creía lo ocurrido, pero nunca más molestaron a los animales.

Hoy en día los zorros se dejan ver cerca de los caminos en busca de comida. Lo lamentable es que terminan devorándose la basura que los inconscientes dejan en nuestros paisajes.

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