Revista Dedal de Oro N° 62
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 62 - Año XI, Primavera 2012
TALLARINATA HABLADA
SOLITARIO
FRANCISCA MARÍN MONJE, ESTUDIANTE DE PERIODISMO DE LA UNIVERSIDAD DEL DESARROLLO.
FOTOGRAMA DE "BONSAI"


FOTOGRAMA DE "BONSAI"
FOTOGRAMAS DE "BONSAI",
http://cine-invisible.blogs.fotogramas.es/2011/12/14/bonsai-chile-2011/bo5/

Abrió la puerta y lo miré detenidamente: estaba vestido con ropa oscura, todo puesto en un desorden absoluto. Su cabeza era una maraña de cabellos y sus grandes lentes se imponían a lo que poseía detrás de ellos: su cara.

-¡Qué gusto verte! –dijo-. Oye, ¿te gustan los tallarines, cierto? Porque le pedí a la mejor cocinera de salsas, mi nana, que me hiciera una. Sólo falta cocinar los fideos. No creo que nos demoremos mucho en eso.

De inmediato, Alejandro comienza a moverse para todos lados; camina por el living-comedor y sale al patio a darle una caricia a su perrita: Sardina. Luego se huele las manos y arruga la nariz; vuelve a la cocina a lavárselas. Está muy inquieto y busca los tallarines como si fueran a estar entre los libros que cubren la pared de su comedor, como si los tuviera Sardina entre sus juguetes rotos y mordidos o como si se los hubiera tragado algún rincón del único sillón que tiene en el living.

-¡Aquí están! –dice Zambra, levantando los tallarines con sabor a albahaca. Baja el paquete y comienza a mirar la parte que tiene pequeñas letras impresas.

-Oye, ¿estás leyendo las instrucciones?, ¿quieres que cocine los tallarines? –le pregunto con una pequeña sonrisa.

-No, obvio que no estoy leyendo las instrucciones. Estoy mirando los dibujitos del paquete, me llaman mucho la atención me contesta con un tono irónico, sin despegar la vista del envoltorio de los fideos.

Y esto empieza así: Zambra cocina, mientras yo le hago preguntas con y sin sentido. Él me mira y no me mira, se pasea y habla detrás de las paredes. Me grita cuando sube al segundo piso y me hace bromas cuando se le presenta la oportunidad. Hace como que cocina tallarines, pero sabe que soy yo la que está pendiente de la olla, porque claro, si fuera decisión del distraído de Alejandro, los fideos podrían estar eternamente en agua hirviendo, pero a nadie le gusta comer tallarines excesivamente cocidos.

Santiago, 24 de septiembre de 1975: Alejandro nace en Dictadura Militar. Vivía cerca de la Estación Central, específicamente en la Villa Portales, donde sólo estuvo hasta los dos meses de edad, ya que por motivos laborales de su padre, tuvieron que mudarse a Valparaíso.

Entonces llegan pequeños matices que podrían llamarse recuerdos, en Villa Alemana, lugar donde vivió hasta los cinco años. Un triciclo grande, una casa enorme, un parrón, su hermana y un piano donde metía los deditos por debajo del seguro para poder escuchar el sonido de las teclas. Alejandro no sabía, en ese entonces, que tendría que disfrutar mucho ese parrón: escalarlo, comer de sus uvas y cuidarlo. A los 22 años volvería y en aquel lugar, justo encima de la planta inexistente, habría una enorme casa: igual a la suya y pegada a ella.

Zambra se ríe con la mirada perdida y me cuenta la anécdota que acaba de recordar: "La casa que teníamos en Villa Alemana era arrendada y mi papá siempre nos decía que no podíamos rayar las paredes por la misma razón. Cuando llegamos a Maipú, a la calle Aladino, mis viejos compraron esa casa. Entonces, lo primero que hice, fue rayar las paredes: me fue pésimo".

"Tú naciste en Dictadura y toda tu infancia la viviste en este mismo estado ¿Te diste cuenta de lo que pasaba en el país?", le pregunto.

"Vivíamos como en un estado de tensión permanente, como de silencio obligatorio. Los papás no hablaban mucho con sus hijos, así como tampoco con sus vecinos. Teníamos una cierta libertad que los niños no tienen hoy: se creía que era territorio seguro.

Cuando niño, me cargaba Pinochet, pero no tenía idea del porqué. Mis papás no conversaban de política, concepto que es muy extraño que entendiera, ya que si sabía que no se hablaba de ello, tenía una noción de lo que era la política. Pero esa era mi sensación: que había muchas cosas que nos eran ocultadas a los niños".

Alejandro se divirtió mucho durante su infancia, disfrutaba caminando largos tramos, jugando a la pelota o leyendo. De hecho, a los 10 años se compró su primer libro: "La cerrilla sueca y otros cuentos" de Antón Chéjov. "Lo compré porque me gustaba la portada; aparecía un detective con una lupa mirando hacia el piso. Cuando lo comencé a leer, fue complicado porque todos los nombres se parecían y porque leer a Chéjov, es complicado. Además, yo empecé a leer, casi por desviación, porque en mi casa no había libros y me empezó a gustar este mundo que yo no encontraba en otros lados", dijo Zambra.

Cursó Séptimo Básico en el Instituto Nacional, lugar al que le costó mucho adaptarse: la exigencia era mayor y el ambiente era violento, porque aún estaban en Dictadura.

A los 15 años, Alejandro comenzó a apasionarse por la lectura y decidió que su futuro debía estar dedicado a eso, a los libros, a aquello que le abría la mente y que hoy es la principal herramienta que le ayudó a realizar sus obras literarias.

"Pero cuando tenía 12 años, quería ser músico", me confiesa. Cuenta una historia de colegio muy confusa: en Octavo Básico tuvo que escoger entre arte y música. Ésta última fue la elegida, pero por alguna extraña razón quedó seleccionado en artes plásticas, que según él, "era lo único en lo que había fracasado". Entonces dejó de lado su amor por la guitarra y se emblandecieron sus dedos, se le olvidó cómo hacer cejillos y la música pasó a ser un trasto que dejó en el camino.

Y claro, Zambra es cumplidor: cuando terminó el colegio, entró a la Universidad de Chile a estudiar Letras. Estaba con la convicción de que disfrutaba lo que hacía; le gustaba la universidad, así como también leer. Nadie le dijo que sería fácil, nadie le aconsejó que se fuera de su casa, pero es él quien toma una maleta y se va.

"¿Te fuiste a vivir solo o tus papás se cambiaron de casa?" Titubea mucho antes de lanzar la respuesta al aire: "Me fui de la casa, claro", y deja una pausa después de la última palabra, una pausa que esconde un algo. Entonces despierta y me pregunta "¿quieres más tallarines?".

Le contesto que no y Alejandro se sirve lo que queda en la fuente de vidrio. "Es que la salsa está muy rica", me dice algo nervioso.

Entonces, –le digo- te vas de la casa y…

"Me fui a vivir a una pensión, me fui como medio arrancando. Sentía que la relación con mis padres era muy complicada. Pensaba que si no salía en ese momento, no lo haría nunca más". Zambra desvía la mirada y entiendo que el tema se acabó, que no se debe hablar más de cuando Alejandro tenía 21 años.

Hubo algo, en aquellos años, que facilitó su vida universitaria: un notebook. Alejandro lo tenía porque su papá trabajaba en una empresa que creaba estos computadores (IBM) y cuando los daban de baja, él los arreglaba y se los llevaba a su casa. Por esta razón, Zambra aprendió desde muy pequeño a teclear rápidamente.

Sus libros Bahía inútil y Mudanza los publica en esa época, a pesar de que los tenía bastante avanzados desde hace mucho tiempo. Según Alejandro, son cuatro los elementos que lo ayudaron a escribir sus primeras obras: los relatos de terremotos de su abuela. La Teletón, donde siempre se cuentan historias. Las narraciones de los partidos de fútbol de Vladimiro Mimica y las misas, que hablaban en un "lenguaje de mierda, muy monocorde, marcial y gritoneado". Estas son, las "fuentes narrativas" que ayudan a Zambra a recobrar la inspiración.

"¿Cuándo te vas de la pensión?".

"Cuando me enamoro. Me voy a vivir con una chica a un piso subterráneo, el piso donde está situado Bonsái (su primera novela). Vivíamos cerca de Plaza Italia y como estábamos en el menos uno, veíamos, por la ventana de nuestro dormitorio, los pies de la gente que caminaba por fuera". Zambra hace otra pausa. "Después me casé y me fui a Madrid a estudiar. Cuando volví a Chile me separé y después de un tiempo, me volví a casar".

Y Alejandro vuelve a hacer otro silencio incómodo. Sé que dentro de esa última frase hay nombres, situaciones y un gran dolor.

"Entonces, en 2006 estaba buscando a alguien que publicara Bonsái. Me llegaron muchas ofertas de editoriales chilenas, pero no me gustaban los formatos que querían ocupar para mi novela. La mandé a Anagrama, por si es que resultaba, y me respondieron de inmediato", me dice Zambra para desviar el tema de su último matrimonio.

"Mientras me estaba separando, escribí La vida privada de los árboles, que es el libro que más quiero", y volvió a detenerse con la mirada fija en la mesa. Por su cabeza deben haber pasado las imágenes de su casa vacía, de todo lo que tuvo que pasar, pero también de lo que viene: un gran futuro y un mundo por escribir.

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