Revista Dedal de Oro N° 62
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 62 - Año XI, Primavera 2012
LINTERNA-TURA
VIVIR CON CAMILA
TULIO ESPINOSA GARCÍA, ESCRITOR


Por estos días, Camila, he leído todo lo que ha caído en mis manos. Las palabras se me meten por la piel y corren estimulantes por mi sangre. De los estantes saqué viejos libros empolvados para hundirme en sus páginas como si hubiese recibido de ti, a manera de don, ese afán de leer. Sentía muy fuerte el impulso de escribir, lo habría hecho si no fuera porque hace tanto tiempo que no pongo una palabra en una hoja de papel. El deseo era a ratos tan potente que dejaba correr mis dedos en el teclado, como un virtuoso ejecutando en el piano sus ejercicios matinales. De todos modos no tenía ideas para derrochar, no era sino una fuerza vital que parecía integrarme al pasado. Yo y mis sentimientos una unidad compacta. El mundo un río y yo dentro del río. Yo el río.

Por estos días, Camila, me persiguen los sueños. Más frecuentes con los huiros de Bahía Inglesa. Vivos, viscosos como serpientes. Qué lucha nadar contra los huiros. Qué esfuerzo. Aunque tal vez más sensación que fuerza, más en la piel que en los músculos. Luego mar adentro, ya libre, esa ingravidez en el vientre materno.

No sé por qué escogimos el norte para esas vacaciones, aunque creo recordar que más bien la decisión fue mía; en el norte, pensaba, todo es soledad, está el desierto, ese símbolo máximo, y ciudades como islas. Y un cielo sin nubes. Y sol, tanto, tanto sol. Acaso pensaba que la soledad no iría a perturbarme, tendría tu risa adherida a mí como los huiros. Y también, claro, esos silencios tuyos que yo detestaba, esa manera de callar bajo el quitasol con un libro apoyado en las rodillas. Dórate, Camila, te decía, píntate, nada más delicioso que la tibieza del sol. No me jodas contestabas, sin soltar el libro, con esa risa que te arruga la nariz, déjame mi sombra. Y seguías con el cigarrillo en una mano suspendida en el aire, el codo apoyado en la otra y la mirada silenciosa rodando en el horizonte de Bahía Inglesa. Yo chasqueaba los dedos frente a tus ojos, dos, tres veces, vuelve, Camila, te decía. Me echabas entonces los brazos al cuello no como mujer, como una niña, y sólo entonces, reparando en que tu cigarrillo se había apagado, volvías a encenderlo con toda calma, sin dejar que nada alterara tu parsimonia. Y cuando finalmente dejabas de lado el libro sin cerrarlo, las páginas abiertas apoyadas en la arena, comenzabas a hablar. Desde que te conocí pienso que hablas como los libros, no que hables como personaje de un libro sino que tus palabras son imágenes que uno puede ver.

Bajo la carpa las noches solían ser apacibles. Después de comer permanecíamos horas escuchando esas antiguas melodías de las radios provincianas. Y, por supuesto, leíamos. Creo que nunca leí tanto como entonces. Y con mayor voracidad. Aunque a veces he pensado que quizás sólo fuera para decir algo que pudiera impresionarte. ¿Sabes, Camila? te decía, este escritor usa y abusa del tiempo a su capricho, reconstruye la esquizofrenia del tiempo que no podemos percibir por el aparente orden en que la vida transcurre a nuestro alrededor. Pero empezabas ya a dormirte, la frente apoyada en la palma de la mano y, ya traspuesto el límite de la vigilia, me llamabas desde esa otra vida tuya.

Algunas noches comíamos una enorme fuente de almejas que yo preparaba para ti desconchándolas, limpiándolas, sazonándolas, mientras me preguntaba si la concupiscencia de tus ojos era por mí o por esas almejas que devorábamos con apetito de alimañas. Bebíamos el vino hablando de cualquier cosa, de todo, para después hacernos el amor furiosamente con otra forma de voracidad, mientras afuera el mar, siempre el mar, era un orgasmo sin fin. Más ebrios estábamos, más tardaba el sueño en unirnos. Volvíamos entonces a hablar, con la piel más que con palabras, y en el umbral de la inconsciencia me parecía que sólo entonces éramos verdaderamente nosotros, y al comprenderlo me vencía la imperiosa necesidad de desprenderme de mi pasado para entregártelo en un acto de fe, como se entrega en custodia un objeto valioso que para uno ha perdido todo significado. No recuerdo si en verdad hablábamos en voz alta pero ahí estaban mis palabras en la noche de Bahía Inglesa, mi soledad y la forma en que cambió mi vida al encontrarte. Tampoco recuerdo si lo dijiste o lo leí en tus silencios, en tu mirada perdida en los huiros acunados por el oleaje, si fue a través de tus palabras o lo inventé más allá de la frontera del sueño, lo cierto es que de alguna manera supe que también tú regresabas de esa otra muerte que es la muerte del amor. Y durante el transcurso de esos días y noches me pareció al fin comprender que esa risa que no podían contener tus ojos, tus inacabables entregas y el amor por mí repetido hasta la obsesión, no eran sino un reflejo de esa otra forma de morir.

Y ya de día, apenas avanzada la mañana, la mente despejada, acostumbraba a despertarte con el tazón de café calentado pacientemente en una fogata improvisada; lo bebías a la carrera al tiempo que te ajustabas el traje de baño brincando primero en un pie, luego en el otro. Y juntos salíamos hacia el mar. En las otras carpas los veraneantes comenzaban recién a asomarse con ojos sonámbulos de sueño y alguna columna de humo se elevaba deshaciéndose en ese cielo azul, tan azul.

Y cuando tomados de la mano corríamos hacia las olas, entonces, sólo entonces, veía lo que obstinadamente me empeñaba en no ver: a nosotros mismos como debían vernos los otros veraneantes de Bahía Inglesa: un cincuentón de aspecto fatigado, mirada vaga, ojos acuosos y frente reseca por el sol y el aire del mar, y una adolescente estudiadamente despreocupada, demasiado risueña, demasiado blanca, demasiado ingrávida. Ambos jugando delante de todos, delante de nosotros mismos, a vivir un amor de antemano derrotado. Dos seres casi vencidos, casi inhábiles, casi muertos. Pero sólo un segundo, porque de un brinco nos hundíamos al mismo tiempo en el agua mientras el mar, imperturbable, recreaba sus mañanas en Bahía Inglesa.

Todo eso fue la vida contigo, Camila. Pero no sé por qué, para qué, escribo estas líneas. Aun cuando tuviera el valor de enviártelas sé que no querrías leerlas.

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