:: La Carreta del Diablo

Recopilado por Julio Arancibia O.

Hace muchos años, el Diablo, transformado en huaso elegante, vestido de negro, solía pasearse en su incógnita y
llamativa carreta por la vía que unía los poblados del Cajón, hoy llamada Camino al Volcán. Según los que le han visto, la descripción de la escena de la carreta es la siguiente: “Los caballos que tiraban la carreta apestaban, como su conductor, a putrefacción y azufre, y eran de color negro azabache, de ojos rojos como la sangre y de aliento de muerte”. Cada vez que se sentía a lo lejos el ruido de los cascos de los caballos golpeando contra la endurecida tierra y el rechinar de las ruedas de madera en medio de la noche quieta, todos sabían, secretamente, que Mefistófeles había salido a buscar almas o a presagiar alguna muerte.

La Carreta del Diablo

También el relincho de los caballos delataba la presencia del Príncipe de las Tinieblas, esos relinchos aterradores, como gritos de miles de almas encerradas gimiendo su martirio en lo hondo y quemante del infierno. Entonces, si la carreta se detenía frente a la propiedad de algún poblador, todos adivinaban, y desgraciadamente nunca se equivocaban, que allí moriría en poco tiempo alguno de sus moradores.

Fue por aquella época, bajo la influencia de esa atmósfera, que un hombre ya olvidado (al que para mejor entendimiento de nuestros lectores le pondremos el nombre de Pedro), dueño de una pequeña parcela en el pueblito de Melocotón, hizo pacto con Luzbel. Pedro hizo su terrible trato durante una fría y silenciosa noche. Esperó la carreta y encaró al Maligno en persona. Una vecina, de esas que suelen husmear lo inacostumbrado y secreto, lo vio esa noche, escondida tras unos matorrales frondosos, y fue ella la que corrió el rumor que constituye hoy la parte esencial del relato.

Era una noche fría, oscura y silenciosa. Ya todos dormían y ninguna alma vagaba por las calles. La mujer vecina de Pedro, que quizás en qué virtuosos o pecaminosos pasos andaba esa noche, sintió un sonido de cascos de caballos y el rechinar y crujir de maderas. Volvió la cabeza, y entonces la suave brisa trajo hasta sus narices un efluvio de azufre y pudrimiento. Luego se percató de que el ruido cesaba, de que el silencio era inmenso, y, oculta tras unas matas, vio la silueta de una carreta que se detenía. Entonces oyó el infernal relincho de un potro de la muerte y luego el pausado respirar del Señor Oscuro. Sintió miedo, como si su alma fuera atraída irresistiblemente por el mal, por el pecado, por la tentación. Sentado bajo un árbol seco y deshojado, esperaba Pedro. La mujer sintió que su cuerpo temblaba, que su alma se le escapaba por las narices y que sus huesos se astillaban. Sus sentimientos eran contradictorios. Horrorizada, miró hacia el cielo, y entonces se identificó con la luna que ahora mostraba su fisonomía de niña enamorada de la noche y no del sol. Bajó la vista y vio a Satanás ofreciendo a Pedro un papiro arrugado y viejo para que firmara con su sangre su fatal destino de multimillonario con buena salud. Y Pedro aceptó, mientras su vecina salvaba su espíritu pensando que más vale un alma pobre y llena de vida que un potentado sin felicidad ni alma propia...

De un día para otro Pedro ya no fue Pedro, sino Don Pedro, y adquirió riquezas, muchas tierras, prestigio y fama. Tanta reputación y popularidad, más el incontenible avanzar del tiempo, sin embargo, hicieron que Don Pedro olvidara su convenio con Satán. Aunque toda la gente de esos poblados comentaba el famoso pacto entre Don Pedro y el Diablo, este repentino millonario siempre callaba el origen de sus posesiones. De tanto callar, terminó olvidando.

Pero lo que está escrito y firmado se cumple. Pasaron los años y Don Pedro envejeció, hasta que treinta años después llegó la noche en que, según el trato olvidado por uno pero no por otro, el Espíritu del Mal se presentaría para llevarse a su nueva presa. Esa noche, Don Pedro, más olvidadizo que nunca, se sintió atraído por la fría oscuridad y por el silencio, por la hermosa calma que todo lo envolvía, y salió en su lujoso carruaje tirado por caballos fina sangre por las desiertas calles de polvo. El destino se cumplió: en esa ocasión Don Pedro desapareció. Se cuenta que tiempo después, en lo que hoy se conoce como el sector de El Toyo, una mañana heladísima apareció el carruaje de Don Pedro, en la que estaba sólo su chupalla. No había ningún rastro de su cuerpo. Se le buscó por casi todo el valle del Maipo, pero nunca, jamás apareció.