Encabezado Dedal de Oro
LINTERNA-TURA
DESDE EL TANGÓN
Por: Fogly.
Atún Azul

Raúl y sus dos hermanos me invitaron a mar abierto a la captura de una albacora. ¡A la pesca de una albacora!. Su primo, el arponero, había viajado al interior por algunos días a visitar a unos familiares, y entonces comer asadito de cordero con vino tinto, variando un poco su dieta de peces y mariscos con vino blanco. En fin, yo era el arponero de La Quinta, que por esos días estaba siendo calafateada y estábamos de para, así es que –como ellos mismos lo dijeron- yo les venía de perilla.

Por otra parte, me hallaba con mis días de "auto permiso", no había compromisos y ya me había cabreado de los barrios putangueros, el trago y todas esas vainas.

Dos días después, a las cinco de la mañana, me encontré en el malecón con mis tres amigos. Llevábamos botas de agua altas e impermeable hasta las rodillas. Allá afuera las olas mojaban y lo dejaban a uno como diuca. Íbamos en la Clarita, la lancha de Raúl. Él era el patrón a bordo. Se trataba de una embarcación menor, más bien un pongo de larga eslora, con la popa igual a la proa, con la diferencia que en la proa se encuentra instalado el tangón. El motor va en el interior de la lancha. Mauricio, el hermano del medio, se encargaba de operarlo. Lo interesante de la embarcación era este sólido tangón ubicado en la proa. Allí es donde se para el arponero. El tangón, esa estructura de fierro que sobresale atrevidamente como espolón aéreo, goza de la mejor visibilidad; y por cierto, proporciona la posición ideal para arponear.

Otras embarcaciones pequeñas se aprestaban a salir a orillas de la playa para cazar con sus redes regias corvinas, bancos de sardinas plateadas y cantidades de lenguados. En años anteriores se podía pescar allí cabinzas de muy buen tamaño, con líneas de mano y anzuelos del doce. Ahora, esta especie no se encuentra más por estas aguas. Se arrancó del hombre. Triste.

Entumecidos, salados, azules, muy callados, rebotando en las aguas, fuimos saliendo a descubierto, y ya el sol entibiaba nuestras espaldas. Raúl y Mauricio, junto al motor, se ponían de acuerdo acerca del rumbo que seguiríamos, mientras que con Alfredo, el menor, nos ocupábamos en juntar las piezas del arpón, que luego armaría yo mismo. Bajamos la velocidad de la lancha al mínimo y comenzamos con los preparativos. El cielo, muy despejado, mostraba en la lontananza pinceladas de nimbo, estratos y, por sobre nuestro, brochazos de cirros. Nada más, salvo una que otra ave acuática, lejana y solitaria.

-Esta huevada me aburre a veces -me comentó Alfredo mientras enrollaba la soga de nylon.
-¿Qué huevada?
-Esto de tener que ganarse la vida pescando.
Lo miré sorprendido. Alfredo conversaba tranquilo.
-¿Sabes? -me dijo-. Me encanta el mar, pero no este trabajo, no me vayas a malinterpretar.
-Bueno -le respondí-, la receta es hacerse millonario.
-¿Comprando boletos de la Lotería? –rió Alfredo-. Eres muy huevón.
-No. Nada de eso.
-¿Cómo entonces? ¿Construyendo barcos?
-Secando el mar, amigo, secando el mar. ¡Todo el océano!
-¿Y para qué?
-Para quedarse con ochocientos millones de toneladas de oro..., de o-r-o, que hay en él.
-¿Oro?
-¡Yeees! En cada tonelada de agua del océano hay medio miligramo de oro; y eso está científicamente comprobado. ¿Ves que sencillo?
Alfredo guardó silencio y, al paso de unos segundos, reflexivamente me preguntó:
-¿Tú crees que se puede secar el mar?
Me quedé contemplando el color azul del océano. Aquí era así, más al sur, donde la salinidad de las aguas es más baja, éstas son verdes. Mas, eso es muy hacia el sur, que es distinto al litoral central.
-Dame la mariposa -pedí a Alfredo.
Cuando la tuve en mis manos, amarré cerca de la punta el cable encerado. Luego lo uní a la piola y, finalmente, al grueso cabo que medía más o menos unos trescientos metros. Trescientos metros de soga perfectamente enrollados por Alfredo y puestos en su lugar de la proa.

Me dirigí al tangón pasando por encima de Raúl y su hermano. Cuando ya me hube ubicado, Raúl me alcanzó el asta del arpón. Acomodé la mariposa y tensé el cable y la piola hacia atrás. Al final del asta hice el nudo corredizo al reinal. De este modo, cuando el pez es arponeado, el reinal se separa dejando el asta libre.
-Estamos listos -dije al grupo-, ahora sólo nos falta dar con nuestra presa.

Aumentamos nuevamente la velocidad de la lancha e iniciamos la búsqueda. Cerca de una hora después, avistamos a la distancia las espumillas que delataban la presencia de un pez grande. Yo, desde el tangón, tenía la mejor vista y prontamente pude distinguir con claridad el cuerno en forma de espada que cortaba aire y mar. Desde aquí se dominaba ampliamente el escenario donde se llevaría a cabo este acto con apariencia de torneo, de combate.
-¡Allá va la albacooooraaa! -grité eufórico.
Mauricio aceleró con mayor fuerza el motor, a toda marcha. Nos íbamos aproximado a ella rápidamente.

La persecución, esa carrera, la emoción de cazar, la sangre, la adrenalina, me hacían sentir la vida, pues, como sutil ironía, ir en pos de la albacora y tener la certeza de que la iba a matar, era cada vez más interesante. Lo de siempre: la vida con un sentido distinto, pero mejor que abrir una lata de cerveza, y luego otra, y luego otra; y el afán de asfixiarse con el humo del tabaco e idiotizarse con el exceso de yerba; y esperar que venga una mujer mina-de-oro con grandes virtudes y superlativas ganas de culear... (decir hacer el amor me resulta sinceramente siútico), sin provocarme ninguna alteración por las mañanas al despertar o en la noche antes de dormirme; y, por último, salir de toda esta lata agarrándolas con la propia mujer cuando está pesada, malhumorada, desagradable y menstruática, diciéndole déjate de majaderías, y ver aparecer en su rostro una mal disimulada sonrisa acompañada por una expresión facial de íntima satisfacción y complacencia.

Ya estábamos encima de la albacora, a la par casi. Allí estaba su piel lustrosa, siempre mojada, su espada inútil para este lance, sus fuertes aletas y su desconcierto. Iba dejando estelas celestes que se dispersaban raudas por el atropello nuestro. Pude ver cada vez más cerca de mí el brillo de su cuerpo aguado. Era un espécimen joven y hermoso. Miré de reojo para ver si el cabo no se encontraba enredado y lancé con toda la potencia que pude y mi mejor puntería el arpón, sacando el brazo como un lanzador de jabalina; aunque el mío fue un tiro corto, curvo, preciso, efectivo. La mariposa, con su afilada punta de acero, se introdujo en el cuerpo del pez, lacerando sus carnes, que dejaron escapar gruesos hilos de sangre muy roja. La albacora reaccionó de inmediato. Comenzó a luchar por su vida iniciando una feroz carrera enfrente nuestro. Nosotros soltábamos el cabo. El pez, desesperado, se hundió en el mar perdiéndose por varios segundos, apareció, volvió a sumergirse; y así, hasta que fue agotando sus energías; y cuando ya quedó a flor de agua y su resistencia era cada vez más débil, le grité a los hermanos: ¡Recojan la sogaaa!. Pausados, pero con decisión, los tres fueron acercando la albacora por estribor y con sus ganchos la subieron a bordo.

El pez espada agonizaba y moría lentamente, como un príncipe encantado. Al verlo allí y ver finalizado su destino, me causó un poco de tristeza. Pensé unos momentos y luego tuve un pensamiento que me hizo reír.
-Raúl -llamé.
-Dime -me respondió él.
-¿Le has dicho alguna vez a tu mujer que no sea majadera? ¿Qué se deje de majaderías?
-¿Qué se deje de qué? -preguntó Raúl preocupado de su trabajo.
-¡De majaderías!
-No le hagas caso -interrumpió Alfredo-, se lo ha llevado hablando puras huevadas esta mañana.
-Es cierto –acepté-. ¿Y cómo nos fue?
Mis amigos me felicitaron por la faena y me prometieron un festejo para cuando volviésemos a puerto.
-Y decirle a ella -pensé-: déjate de majaderías..., amor, para puro disfrutar de esa mal disimulada sonrisa y de esa expresión facial de íntima satisfacción y complacencia. ¡Ja! ¡Jaaa, ja, ja, ja!

Julio 1996

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