:: PERSONALIDADES.
   

Juan Pablo Orrego Silva

Arraigados

La gran ebullición del mundo indígena Americano, quienes hoy simbólicamente intentan reconectarse desde Tierra del Fuego a Canadá, es un fenómeno sincrónico que mucho tiene que ver con el despertar, en todo el mundo, de la conciencia ecológica.

Desde siempre, los pueblos arraigados, así llamados indígenas, han afirmado que podemos comunicarnos con la Tierra misma, con sus seres, ‘cosas’ (montañas, piedras, ríos) y fenómenos (el clima, vientos, tormentas, truenos y rayos), y que los que son capaces de abrirse a esta experiencia pueden acceder así a información clave para la
evolución de la vida y a una aterrizada sabiduría sanadora. Hoy, los chamanes dicen que la tierra está sufriendo y que sus telúricas energías se encuentran sumamente perturbadas...

Obviamente que los que están más cerca de todo esto son la gente de la Tierra; no es casual que el significado de ‘Mapu-che’ sea exactamente ése, y que el de ‘Mapu-dungun’, el nombre de la lengua Mapuche, sea “la voz, la palabra, de la Tierra”. Así, cuando un arraigado habla, es la Tierra que se expresa a través de él/ella. Arraigados son aquellos que tienen el privilegio de vivir directamente de, y con, la Tierra, los que la cultivan y cosechan; que construyen a partir de ella un mundo orgánico basado en la comuno-suficiencia, en la diseminación territorial y en adaptarse en cuerpo y alma incluso a los ecosistemas más difíciles del planeta.

Los arraigados tienen una profunda y elevada conciencia biosférica, una gran sensibilidad respecto de los modos de la Tierra, de su biológica, sus ciclos, estaciones, sus quejidos y ronroneos. Perciben a la Pachamama como un gran organismo integrado, como un ser vivo que nos da la vida, y que la Tierra y todos los seres, cosas y fenómenos que la constituimos somos manifestaciones del espíritu divino.

Los arraigados tratan de fluir con la biológica de la biosfera, tratan de comprender y luego acatar las ‘reglas del juego’ de la vida. En nuestra cultura, quizás porque no tenemos raíces como los árboles, nos creemos entes autónomos, separados, liberados de la naturaleza, que hemos trascendido la naturaleza, que somos superiores a ella y que, por lo tanto, la podemos utilizar, manipular, explotar a nuestro antojo.

La verdad es que somos más bien como células de un gran organismo y, por lo tanto, estamos relacionados con toda la biosfera igual que una de nuestras células con todo nuestro cuerpo, y que somos totalmente interdependientes con todo el mundo natural... y esto es absolutamente corroborado por la ciencia de la ecología. El arraigado percibe directamente que somos aire, agua, que somos los alimentos que brotan de la tierra. Desde el arraigo se percibe una continuidad absoluta entre nuestro ser y el gran ser biosférico y Cósmico... y la verdad, científica, es que esto es así. Este es el continuum espacio-temporal del cosmos que nos rodea que descubrió maravillado Einstein. Basta dejar de respirar dos minutos, de beber agua por un par de días, de comer, de recibir estímulos sensoriales, para que se nos escape la milagrosa vida y el alma del cuerpo. Necesitamos estar constantemente incorporando, haciendo cuerpo y alma de nuestro entorno, y devolviendo a éste lo no utilizado, así como lo creado por nosotros con estos elementos. Y al morir devolvemos todo lo incorporado a la incesante danza de la vida. Somos parte integral del alucinante flujo recursivo de la materia, energía e información del entorno biosférico y cósmico que nos acurruca.

En nuestra extraña y anómala cultura desarraigada, creemos que nuestro ser termina en nuestra piel; como decía Alan Watts: que somos un ego atrapado en un saco de piel... El arraigado se siente parte integral del todo y, por lo tanto, sabe que influye en la Creación, que influencia su destino, que sus pensamientos y sus actos afectan a la biosfera entera. Esta sabiduría, en la que se hace al ser humano responsable de la vida, como co-creador o destructor, es encapsulada en símbolos, mitos y ritos, que son todas formas sutiles y profundas, que trascienden las generaciones y los tiempos, de educar, de informar una conciencia humana holista, biosférica; dando pautas, orientaciones, lineamientos, pero siempre en forma analógica, indirecta, por medio de parábolas, metáforas, de símbolos incorporados al arte cotidiano. Se trata de hacer partícipe al sujeto en el redescubrimiento de la realidad. No se pretende impartir, o transmitir verdades absolutas, congeladas, para todos los espacios y los tiempos; como dice E. Morin necesitamos “verdades biodegradables, es decir, mortales, es decir, vivientes”, justamente porque se trata de relaciones entre seres vivos, cambiantes, en proceso. G. Bateson concluyó que mitos, símbolos y ritos son lecciones concentradas sobre nuestras relaciones con el entorno humano, biosférico y cósmico; que buscan orientarnos en esta diversa y compleja realidad.

Así, existen ritos para invocar la lluvia, o el sol, y estos ritos son como un ruego, o un pololeo, un coqueteo... a veces resultan, a veces no. No es un proceso mecánico. Es algo afectuoso y paciente. Muy diferente a bombardear las nubes desde aviones con sales para forzar a la naturaleza... Entre los arraigados existen ritos para pedirle permiso a la tierra para arar un campito para sembrar papas, para extraer minerales, para cortar árboles. Existen ritos para agradecer los primeros frutos del año y las cosechas... Las fiestas equinocciales o solsticiales son especialmente importantes. Momentos vitales de toma de conciencia. Durante el solsticio de invierno, los pueblos arraigados de los Andes, de México y de muchos otros lugares “amarran” al Sol -Inti Taitachu- con elaboradas ceremonias, para que el astro no siga cayéndose hacia el horizonte, para que vuelva a elevar su arco hacia el zénit. Y esto se hace muy en serio (lo que no quita que antes y después haya fiesta). Sorprende encontrar, a lo largo y ancho de las Américas, sofisticados y precisos ‘relojes’ astrales -Intihuatanas- de piedra que permiten saber exactamente cuándo recurren estos eventos astronómicos. Así, el arraigado asume la responsabilidad de que el sol vuelva, de que la primavera retorne, de que la vida siga siendo posible. El arraigado asume que de él también depende el estado de la Tierra.

Todo esto demuestra que el arraigado sabe que el ser humano puede ser muy creativo, muy constructivo y benéfico para la creación, o extremadamente destructivo, y es por este motivo que tenemos que contribuir conscientemente, ritualmente, con esfuerzo, y también con gozo, alegría y arte, a la ‘co-operación’, a la sinergia de la biosfera, de la vida, que es un milagro de bajísima probabilidad en el cosmos, tan tenaz como frágil. Un encaje multidimensional esférico hecho de átomos y moléculas de aire, agua, de los elementos de la tierra, y sol... encaje de infinitas formas, colores, sabores y aromas.

Los arraigados sienten que hay que ponerle conscientemente el hombro a la realidad para que la Creación evolucione en una dirección benéfica para la actual familia biosférica.

Nosotros, los ‘civilizados’, bien tarde empezamos a darnos cuenta que efectivamente nuestros pensamientos, y nuestros consiguientes actos, afectan el clima, la atmósfera, la capa de ozono, el aire, las aguas, las selvas y bosques, los océanos... la calidad de la vida en la Tierra. Y que quizás los más delicados y sensibles a éste estado biosférico somos nosotros, los humanos.

Este es el sentido profundo de ritos tales como invocar a la lluvia con música o de hacerle ofrendas a la tierra y todos sus seres. El mensaje implícito en estos ritos es: estamos íntima y vitalmente interrelacionados, dependemos los unos de los otros, somos todos parientes, tenemos el mismo origen y destino. Los arraigados dicen que cuándo los seres humanos ya no cantan, ya no celebran, ya no le agradecen a la Creación todas sus bondades y frutos, esto es síntoma de decadencia, de ciega ignorancia, de grave olvido y dormidera, y que esto anuncia la inminencia de grandes catástrofes. ¿Diluvio, lluvia de fuego, glaciación... o guerra?

Este solsticio de invierno que pasó, cargado de promesas de purificación con sus lluvias y vientos, pero también cargado de esmóg, enfermedad y congoja humana, fue una buena oportunidad para meditar, para acordarnos que de nosotros depende, más de lo que sabemos y pensamos, “amarrar” el sol para que siempre vuelva la primavera con toda su gloria, sensualidad y exquisitez. Lo mismo vale para que renazcan el aire puro y el agua naturalmente limpia... para que reflorezcan los bosques... Para que le vuelva la salud y la cordura, el amor, a todo el sistema terrenal. Tenemos que darnos cuenta, racional y emocionalmente, que en una buena medida el estado presente y futuro de la biosfera depende de cada uno de nosotros y de la humanidad en su conjunto.

Algo cambia profundamente en nosotros y en todo, si asumimos, tan en serio como gozosamente, que de nuestros pensamientos y nuestros actos depende, minúscula y modesta, pero absolutamente, el destino de nuestra gran familia biosférica.