:: PERSONALIDADES.

Juan Pablo Orrego Silva

 

   Bio-Lógica, la lógica de la vida.

La bio-lógica, o lógica de la vida, es estudiada de diversas maneras por los agricultores orgánicos, los ecólogos, los biólogos, los chamanes y artistas... en general po todos los humanos arraigados que necesitan entenderla para fluir, crear o “jugar” con ella. Para subsistir. El que indaga con cierta humildad y cariño descubre las leyes más básicas que orientan el comportamiento de lo viviente: a la vida le gustan la diversidad, la policultura, los audaces equilibrios dinámicos y creativos, el flujo sin trabas de la materia, la energía y la infor-mación. Nuestra cultura recién re-descubre el principio más fundamental y subversivo de la ecología: el de la interdependencia, o indisoluble unidad de todos los elementos, fenómenos y seres de la biosfera.
Eso sí que después de indagar, intuir y comprender, el ser humano tiene que acatar la bio-lógica. Los humanos arrai-gados se adaptan ellos, en cuerpo y alma, a las biorregiones más difíciles del planeta: los hielos del ártico, junglas y desiertos, montañas hasta alturas inverosímiles... No tratan de cambiar el medio ambiente sino de adaptarse ellos al mismo. Cuando prima esta actitud, las adaptaciones físicas y síquicas logradas por los seres humanos, así como las tecnologías “suaves” que brotan de su ingenio, aliado a la naturaleza, son sorprendentes. Pruebas vivientes de ello son muchos pueblos de Los Andes, de las Selvas Amazónicas, los nómades del Chang Tang del Tibet, los Inuit del Ártico, los Ikung del Desierto de Kalahari... o los extintos onas del extremo sur de nuestro país, que podían vivir casi desnudos en los hielos.
¡Cómo hemos cambiado y cómo ha cambiado nuestro planeta desde que decidimos construirnos una antropósfera (esfera del hombre alienado de la naturaleza) artificial, ignorando, e inclusive tratando de torcerle la mano a la biológica! A los seres humanos civilizados (de las ciudades) se nos puso en la
cabeza que nuestro rol en esta Tierra era cambiarlo todo, que podíamos mejorar el sistema de la biosfera para sacarle el jugo y llenar a reventar las arcas de unos pocos. Vida transformada en “plata”. Porque el dinero que llena bóvedas de bancos es una forma de energía, es como un destilado material final del trabajo de muchos seres, y de la utilización de muchos recursos naturales que provienen de todos los ámbitos de la biosfera: del reino mineral, vegetal, animal... de los océanos y todos sus seres, de las montañas, de los desiertos y de las selvas. El dinero acumulado, y todo lo acumulado, tiene un elevado costo económico que muchos no ven. Son energía, materia e información sustraídas a la fuerza (las “fuerzas” asalariadas, casi esclavas del sistema), y luego congeladas en bóvedas y cajas fuertes, o en la forma de cosas “valiosas”, joyas, objetos de arte, propiedades... Transformamos lo orgánico, lo perfumado, sabroso, lleno de colores, amable, querible, en “oro” (hoy día, vulgares billetes), y en cosas inorgánicas: televisiones, autos, armas, edificios gigantes, yates, computadoras... Es como la maldición del toque de Midas...

La naturaleza, la biosfera, no está diseñada para que se le extraiga plusvalía. Más bien, se ha ido desarrollando en forma finísima a lo largo de millones de años para permitir que la comunidad biótica pueda subsistir y seguir desplegándose; evolucionando hacia rumbos azarosos, desconocidos incluso por las divinidades, según dicen científicos (principio de incertidumbre), místicos y filósofos. Si una sola especie terrestre, como nosotros, empieza a profitar de todo, sin respeto, sin conciencia biosférica, sin sabiduría biológica, pasa lo que nos está pasando hoy en este agotado y sufriente planeta...

Ecólogos y biólogos llegan a la conclusión de que el único propósito aparente de la vida es precisamente la perpetuación de todo lo viviente. La bio-lógica es amoral, pero absolutamente igualitaria. Ver a un par de leonas destrozando viva a una gacela de ojos desorbitados enseña que el bien y el mal son problemas del ser humano, productos de su misteriosa libertad y poderes. Pero el animal mata sólo lo justo para satisfacer su hambre. No acumula, no acapara. No mata ni destruye gratuitamente por poder, dinero, política o ideas. Sólo el ser humano puede ser inmoral: ir contra la moral y poner así en peligro de muerte a toda la biosfera por involución socioecológica u holocausto nuclear. La moral natural, entonces, parece ser simplemente la bio-lógica, que pone límites a la cantidad de daño o desequilibrio bioecológico que puede provocar alguno de los audaces experimentos de la naturaleza; por ejemplo, la raza humana. Si la entropía que genera una nueva creación es excesiva, es decir, si no logra armonizar con el resto de la biosfera, esta se cancela, se destruye.

A lo largo de los tiempos, muchas antiguas especies vegetales y animales no lograron adaptarse a los cambios de la biosfera o sobrevivir a sus grandes cataclismos, y se extinguieron para siempre. Casi lo mismo podría ocurrir si una creación juvenil, como la especie humana, no solamente no consigue armonizar con el resto de la comunidad biosférica, sino que prácticamente le declara la guerra. En nuestro caso, la evolución ejercería su ciega justicia bioecológica a través de una novedosa forma: la autodestrucción. Nuestra caída, eso sí, podría significar la extinción de toda la vida en el planeta. Pero la vida es tenaz y, como el Ave Fénix, casi siempre renace de las cenizas y las sombras. Lo que podría no renaces en la biosfera siguiente es la raza humana, pasando a la historia como uno de sus tantos experimentos fugaces. Lo curioso es que esta destrucción no la podemos efectuar a “mano limpia” ni con nuestros orgánicos y frágiles cuerpos, sino solamente con nuestras férreas máquinas y casi milagrosos engendros tecnológicos.