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                    | EDUARDO 
                          BARRIOS   Eduardo 
                          Barrios nació en Valparaíso el 25 de octubre 
                          de 1884. Su vida encierra mucho de aventura. Fue cadete 
                          de la Escuela Militar, aprendiz de atleta en un circo, 
                          novillero en Lima, expedicionario en la selva amazónica 
                          peruana, minero en Collahuasi, taquígrafo del 
                          Senado chileno, agricultor, director de la Biblioteca 
                          Nacional y Ministro de Educación de Don Carlos 
                          Ibáñez del Campo. En el año 1946 
                          obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Chile. SUS 
                          OBRASCuentos:
 - Como hermanas
 - Lo que ellos creen y lo que ellas son
 - Celos bienhechores
 - ¡Pobre feo!
 - La antipatía
 - Santo remedio
 - Camanchaca
 Novelas 
                          Cortas:- Tirana Ley
 - El niño que enloqueció de amor
 - Páginas de un pobre diablo
 - Canción
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 Novelas:- Un perdido
 - El hermano asno
 - Tamarugal
 - Gran señor y rajadiablos
 - Los hombres del hombre
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                    | PAPÁ Y MAMÁ
 A 
                          prima noche, en la paz de una calle de humildes hogares. Un 
                          farol, tras el ramaje ralo y polvoriento de un árbol, 
                          alumbra el muro de ladrillos desnudos. Próxima 
                          se abre la ventana de la salita modesta, en cuya penumbra 
                          se opaca el espejo, brilla el inmenso caracol que sobre 
                          la consola canta su sorda y evocadora canción 
                          de mar y se desdibuja la esposa sentada en el vano del 
                          balcón. Es 
                          joven, la esposa; tiene el rostro empalidecido por la 
                          luz de la calle; los ojos, como fijos en pensamientos. ¿Qué 
                          piensa la esposa todas las noches a esa hora, cuando 
                          el marido, en acabando de comer, sale? ¿Qué 
                          piensa todas las noches, sentada en el vano del balcón, 
                          mientras la criada lava dentro la vajilla y los niños 
                          juegan un rato en la acera embaldosada y resonante...? 
                          ¿Añora? ¿Sueña...? ¿O 
                          simplemente se rinde a escuchar el péndulo que 
                          en el misterio de la sombra marca el paso al sigiloso 
                          ejército de las horas...? Es 
                          plácida, la noche. El cielo, claro: nubes transparentes 
                          blanquean en el azul ya lechoso, la vía láctea 
                          empolva una banda de paz, hay una polvareda de estrellas 
                          y, muy blanca y muy redonda, la luna recuerda viejas 
                          estampas de romanticismo y de amor. Dos 
                          niños juegan en la acera: Ramón y Juanita. 
                          Un tercero, nene que aún no anda, sentado en 
                          el peldaño de la puerta de calle, escucha incomprensivo 
                          y mira con ojos maravillados.  |  |  Ramoncito 
                    ha mudado ya los dientes; es vivo, muy locuaz y sus piernecillas 
                    nerviosas están en constante movimiento. Juanita es 
                    menor. Sentada como el nene sobre la piedra del umbral, acomoda 
                    en un rincón de la puerta paquetitos de tierra, y botones, 
                    y cajas de fósforos, y palitos...  Juegan 
                    a la gente grande, porque ellos, como todos los niños, 
                    sienten, sobre todo en las noches, una inconsciente necesidad 
                    de imaginar y preparar la edad mayor. Ramoncito 
                    (deteniéndose frente a su hermana, con las manos en 
                    los bolsillos y las piernas abiertas): ¿A qué 
                    jugamos, por fin?Juanita: Ya, ya está el almacén listo 
                    (y corrige la alineación de los botones y las cajitas).
 R: Pero ¿vamos a jugar otra vez a las compras?
 J: Es claro, sigamos. Yo soy siempre la madama, y tú 
                    me sigues comprando. ¿No ves que mucha gente de todas 
                    estas casas no me ha comprado nada todavía...? Ni la 
                    hija del sastre, ni el tonto de la cité...
 R: Bueno. Entonces, ahora soy el chiquillo tonto de 
                    la cité. (Se aleja unos pasos hacia la esquina. Luego 
                    vuelve, silbando, a pasos desconyuntados, arrastrando los 
                    pies, rayando el muro. Con voz gangosa): Madama, madama, dice 
                    mi mamá que me diga qué hora es y que me dé 
                    la llapa en huesillos.
 J: (muy seria en su papel de madama indignada): ¡Ah, 
                    estúpido qui sei! Dile a tua mama que me pague el demanche 
                    que le fié a la matina. (Pero sobreviene una pausa 
                    desairada. A Ramoncito ya no le divierte aquello.)
 R: Mira, mejor juguemos a otra cosa. Siempre al despacho, 
                    aburre.
 J: (palmoteando): Al abuelito, ¿quieres? A contar 
                    cuentos.
 R: Oye, ¿para qué le servirán 
                    los anteojos al abuelito?
 J: ¡Tonto! Para ver.
 R: Así decía yo; pero ¿no te has 
                    fijado que para hablar con uno mira por encima de los vidrios 
                    y para leer se los pone sobre la frente?
 J: Cierto. ¿Para qué le servirán 
                    los anteojos al abuelito?
 R: Bueno, bueno. Juguemos a...
 J: ¿A la casa?
 R: Ya.
 J: (con creciente entusiasmo): ¿Al papá 
                    y a la mamá? Yo soy la mamá, o la cocinera... 
                    Lo mismo da, como tú quieras. Las dos, puedo ser las 
                    dos.
 R: (improvisando un bastón con una ramita seca 
                    que recoge del suelo): Yo, el papá. Llego del trabajo, 
                    a comer, pidiendo apurado la comida, que tengo que ir al teatro. 
                    ¿Te parece?
 J: Espléndido. (Y renace la animación. 
                    La chica da nuevo acomodo a las cajas de fósforos, 
                    agrupa los botones, desenvuelve la tierra. Entretanto, Ramoncito, 
                    erguido, braceando y a largos pasos que retumban en las baldosas, 
                    vuelve otra vez de la esquina.)
 R: ¿Está esa comida, Juana...? Pronto, 
                    ligerito, que tengo que salir.
 J: Voy a ver, Ramón, voy a ver... Esta cocinera 
                    es tan despaciosa... (Se vuelve hacia su fingida cocinera 
                    y pregunta): ¿Mucho le falta, Sabina? ¿Sí...? 
                    ¡Ave María! (El chico levanta los brazos, admiradísimo. 
                    Luego frunce el ceño, se ha enfadado súbitamente.)
 R: ¡Qué! ¿no está todavía 
                    esa comida?
 J: Ten paciencia, hijo, por Dios... A ver, mujer, déjeme 
                    a mí. Páseme el huevo, la harina... Eche más 
                    carbón... ¡Viva, anímese...!
 R: (que ha emprendido una serie de furiosos paseos 
                    bastón en mano, renegando): ¡Habráse visto, 
                    hombre! ¡Qué barbaridad! Se mata uno el día 
                    entero trabajando, para llegar después a casa y no 
                    encontrar ni siquiera la comida lista. ¡Caramba!
 J: (riendo): Así, así, muy bien.
 R: (en un paréntesis): No hables de otra cosa. 
                    Ahora eres la mamá y nada más. (De nuevo en 
                    son de marido tonante): ¿En qué pasan el día 
                    entero dos mujeres digo yo?
 J: Cosiendo, hijo, y lavando y...
 R: Nada. Mentira. Flojeando... ¡Brr...!
 J: ¡Dame tu santa paciencia, Dios mío...! 
                    ¡Chsss! (Afanada, simula freír, en un botón, 
                    un huevo... de paja.)
 R: Paciencia... Me das risa. Tengo hambre y estoy apurado... 
                    apurado, ¿oyes? Trabajo como un bruto y llego muerto 
                    de hambre. ¡Ah! Ya esto no se puede aguantar.
 J: (que fríe con loco entusiasmo): ¡Chss! 
                    Y... este aceite, Dios mío, no sé qué 
                    tiene... ¡Chss!
 R: ¡Buena cosa...! Está muy bien, muy 
                    bien... ¡Ah, y cásese usted! (Sus paseos se hacen 
                    cada vez más furiosos.)
 J: No te quejes así. Y a los niños, a 
                    estos demonios, ¿quién los lava, quién 
                    los viste, quién les cose, quién...?
 R: ¡Basta! Lo de siempre. Yo no tengo nada que 
                    ver con eso.
 J: Pero es que... ¡Uy, que se me queman las lentejas...! 
                    Pero es que, por un lado, estos niños; por otro lado, 
                    la calma de esta mujer...
 R: (iracundo): Si la Sabina es floja, se manda cambiar. 
                    ¡Caramba!
 J: Cuidado, Ramón, que cuesta mucho encontrar 
                    sirvientes.
 R: ¡Qué sé yo! Tú sabrás. 
                    Podías aprender de mi madre, ya te lo he dicho. Ésa 
                    sí que es ama de casa. (Como Juanita calla, sin atinar 
                    a responder, el chico la auxilia:) Enójate un poco 
                    tú también. Dime, así, rezongando: "Ya 
                    me tienes loca con lo que sirve mi suegra. Ella será 
                    un prodigio; pero yo, hijo, ¿qué quieres...? 
                    una inútil..." (La chica suelta una carcajada.)
 J: ¡De veras! No me acordaba.
 R: Dilo, pues. No sabes jugar.
 J: (entre dientes): "Ya me tienes loca con lo 
                    que sirve mi..."
 R: (rabioso, sin dejarla concluir): ¿Qué? 
                    ¿Rezongas?
 J: Pásame esa cuchara, Sabina.
 R: No, no. Ahora me debías contestar: "¡Ave 
                    María! ¡Qué genio! Debes estar otra vez 
                    cargado de bilis. Es tiempo de que tomes otro purgantito..." 
                    No sabes, no sabes jugar.
 J: Espérate. Ahora sí, verás.
 R: (dándose por replicado y montando en mayor 
                    cólera.) ¡Bilis, bilis...! Siempre la culpa ha 
                    de ser de uno. ¡Ah, casarse, casarse! Para gastar, para 
                    eso se casa uno. Así les digo a mis amigos: cásense 
                    y verán...
 J: (con viveza): Se te olvida una cosa: "¡Ah, 
                    si yo tuviera la desgraciada dicha de enviudar!" Y entonces 
                    yo te contesto: "No tendrás ese gustazo." 
                    (Pero el hombrecillo se siente herido en su amor propio por 
                    la lección y, blandiendo el palo, amenazante, brama):
 R: ¡¡¡Callarse!!!
 J: Veamos ahora el asado. Sabina, ábreme el 
                    horno... (Respondiéndose a sí misma): Ya está, 
                    señorita...
 R: ¡Ay, ay, ay! ¡Linda vida, esta...! En 
                    la oficina, aguantar al jefe; en la calle, los "ingleses"; 
                    en el tranvía, las conductoras hediondas, los pisotones, 
                    las viejas que han de ir todos los días a misa, nada 
                    más que para hacer viajar de pie a los hombres, que 
                    vamos al trabajo... o las pollitas, que se largan a despilfarrar 
                    en las tiendas lo que a los padres nos cuesta... nuestro sudor.
 J: ¡Ah, si tuviera la desgraciada dicha de enviudar...!
 R: ¡Imbécil! ¡Celosa!
 J: ¿Celosa? No tendría el diablo más 
                    que hacer. Ya no, hijo; ya no soy la tonta de antes.
 R: ¡Callarse, he dicho! (Y enarbola el palo, 
                    amenazador, terrible.)
 J: (en un nuevo paréntesis): Oye, los palos 
                    no los des de veras.
 R: ¡Silencio! ¡¡¡Silencio!!! 
                    Estoy ya cansado, aburrido, loco... ¡loco...! ¡¡Brrr...!! 
                    (Da un garrotazo contra la puerta de calle. La niña 
                    se sobrecoge.)
 J: (realmente azorada): No se te vaya a ocurrir...
 R: (repitiendo el palo con mayor furia): ¡Chit! 
                    ¡Callarse!
 J: (seria): No juguemos más, ¿quieres?
 R: ¡Nada, nada! ¡Pronto, la comida, si 
                    no quiere usted que... (El palo cae repetidas veces sobre 
                    la puerta, zumba alrededor de la cabecita de la niña, 
                    que se alarma cada vez más. El chico sigue echando 
                    chispas y vociferando. De pronto, con el palo alzado, se queda 
                    mirando a la presunta esposa. En sus pupilas brilla la llama 
                    de las travesuras temerarias: aquel brazo armado parece que 
                    va a caer, que inicia la descarga en serio sobre la cabeza 
                    de la niña. Entonces Juanita tiene primero una sonrisa 
                    interrogativa, luego un gesto de miedo. El nene, asustado 
                    también, suelta el llanto; y aquí Juanita, como 
                    iluminada súbitamente por un recuerdo salvador, suelta 
                    botones y pajitas, coge al nene en brazos, se yergue digna 
                    y altiva, y dice):
 J: ¡Ramón, respeta a tu hijo!
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