Encabezado Dedal de Oro
TRADICIÓN ORAL
Animita
Relato hablado, rescatado por Cecilia Sandana GonzÁlez.
Ilustración de una ''Animita''
Ilustración de Susana Vallejos S.

Pequeñas casitas existen a lo largo de las carreteras de todo Chile. Allí viven las almas de personas que han muerto de una manera violenta y son recordadas por sus seres queridos. Son adornadas con un epitafio que inmortaliza al difunto, fotografías, artefactos de su propiedad, velas y flores. Dicen que hay algunas más milagrosas que otras. En la localidad de San Gabriel, al interior del Cajón del Maipo, hay varias de ellas.

Hace años, en la zona de Boyenar, cerca de donde corre un estero maravilloso, había varios hombres en una cantina jugando al cacho y tomándose unas botellas de vino. En estas reuniones se conversa de todo, de lo humano y lo divino. Se habla de los demás, de tallas que les han pasado, de la pega o de alguna historia fantástica donde todos se hacen los valientes, pero en verdad quedan con el alma asustada. Uno de los hombres sólo había pasado por allí para tomarse una cerveza y llevar el pan para él y sus compañeros al campamento donde se estaban quedando, pero la conversación estaba tan entretenida que se le oscureció. De pronto comenzaron a hablar de los finados, y en eso sale uno con una historia de las animitas contando que cuando a una de esas casitas se le prendían velas en la noche, el finado se dejaba ver por los vivos. Según decían, se arrodillaba delante de su pequeña morada con las palmas de las manos juntitas, pidiendo por su propia alma, para que dejara de vagar y se fuera a descansar adonde tienen que estar los muertos. El hombre sintió susto de la historia porque el camino desde el Boyenar hasta San Gabriel es largo y oscuro, sobre todo por la línea del tren, que era por donde debía llegar al campamento.

Más tarde, como buen tipo de campo, partió. Para no pensar leseras cantaba unas rancheras haciendo sonar la bolsa del pan, como para espantar a alguien. A ratos silbaba, pero iba con las pepas bien abiertas. Entrando por la línea del tren la oscuridad hizo todo tétrico. El sonido de los pájaros nocturnos se acentuó de pronto, y en eso comenzó a ver una luz que con el viento cambiaba de dirección y daba unas sombras. El hombre se asustó mucho. Era la vela que le encendían al finado de una animita a la que él, siempre cuando pasaba por allí, saludaba. Ahora le pedía que no lo asustara. Estando frente a ella se alejó lo que más pudo. No la quería mirar, no quería ver al finado velándose, y en eso lo abrazaron por la espalda. Se le salieron unos gritos, soltó el pan y corrió por entre las matas. Se le clavaron espinas por todo el cuerpo. A trastabillones corría, y aquel ser lo seguía de cerca. Lo podía escuchar e incluso, a ratos, lo tocaba. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se metió a la acequia hasta que a la criatura, creyendo que jugaba con ella, se le salió un ladrido. El hombre, cansado y confundido, se detuvo, y el ser se le tiró encima. Era un perro grande que vivía en el campamento. El hombre agarró unos peñascos y se los tiró. Le lanzaba patadas, pero el animal volvía a jugar. Ya estaba cerca de su lugar. Cansado y todo embarrado decidió entrar por la puerta trasera, si no los compañeros harían muchas preguntas y luego se cagarían de la risa. Pasó a su dormitorio y allí llegó uno de los compañeros para pedirle pan, y él, salvando la situación, respondió riendo que el pan se había quemado. DdO

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