Encabezado Dedal de Oro
TRADICIÓN ORAL
Cuatreros
Relato hablado, rescatado por Cecilia Sandana GonzÁlez.
Un jinete retratado por Andrés Zavala
Foto de Andrés Zavala

Las montañas con sus sinuosas laderas esperan al hombre intrépido y valiente que se atreva con ellas. Los arrieros dicen son sus amantes, conocen sus estados de ánimo, sus secretos, sus encantos y recovecos. Este grupo de hombres es característico en el Cajón del Maipo. Los arreos de animales desde siempre han existido usando los pasos cordilleranos hacia Argentina, ocupados desde tiempos inmemoriales. El paso de ganado bovino y caballar, hasta 1920, era común y legal. Las tropillas de animales se recuerdan como enormes, junto a los baqueanos que cuidaban de ellas. Sin embargo, el ingreso de animales transandinos va a ser prohibido a raíz de las enfermedades que acarreaban. Pero pese a las restricciones hubo hombres que continuaron yendo para traficar productos o buscar animales, a veces comprados, a veces robados.

En relación a estos últimos, los cuatreros eran también característicos. En marzo de 1970 dos cajoninos fueron en busca de una yeguas al Manzano Histórico, que se ubica cruzando el paso Piuquenes en lado trasandino. Iban con lo puesto y el animal de monta. La idea era llegar de noche, lacear unas bestias y volverse sin ser vistos por la policía de frontera, que siempre andaba al aguaite en busca de cuatreros. Los dos, con sus mantas de castilla y gorros de lana negros, intentaban no dejar rastros. La travesía fue silenciosa, el temor inundaba sus corazones. La jugada era simple pero arriesgada. Un paso en falso y morían de una tiro, en la cordillera, como tantos de los que nadie volvió a saber nunca, entre ellos aquellos cuyos cuerpos no fueron repatriados y se quedaron durmiendo por la eternidad en suelo ajeno.

Entre peñascos y senderos iban al trote, mascando charqui para aplacar las tripas y el revólver bien cargado por si algo pasaba, cuando en medio del camino vieron luces. En un caletón el fuego estaba encendido, otros cajoninos cuidaban de sus bestias, que las mantenían en las veranadas. Se acercaron con el paso firme y saludando descendieron de sus caballos. Les sirvieron un tacho de té bien cargado y carne asada que comieron sin parar, porque la cordillera es así: los valores dicen que se debe ser solidario, que el mundo es redondito y que da muchas vueltas y en una de ellas se está arriba o abajo. Hablaron de todo un poco, rieron de tallas de antaño y sin más preguntas los hombres siguieron su camino.

Ya cruzando la frontera se acercaban a su objetivo. Llegaron en la mañana y en un lugar silencioso desensillaron y bajaron los cueros para acostarse. Durmieron largo rato, hasta que el cielo de estrellas se cubrió. Sacando el tabaco de sus bolsos hicieron unos cigarros, fumaron uno tras otro y partieron. El corazón les palpitaba fuerte, sentían miedo, aunque esto a los arrieros no les está permitido. Sacando los lazos partieron al lugar esperando no ser vistos ni oídos. Llegaron a unos corrales. Sólo querían cuatro yeguas bien comidas, en Santiago seguro les darían una buena paga. Ingresaron al corral, procedieron a lacear y con el ruido de las pezuñas los perros los detectaron. Los ladridos se oían, tiraron la yeguas y salieron, pero sólo alcanzaron a robar dos. Al trote iban, se alejaban raudos mientas el pelaje de las bestias danzaba con el viento.

La persecución era inminente. Salieron al Paso Piuquenes pero ya eran buscados por la policía. Sintieron incluso disparos que apuntaban a ellos. El olor a muerte rodeaba las montañas. El susto los conmovió y sabiamente decidieron dejar los animales a su suerte entre unos caletones, incluso a sus bestias de monta. Caminaron escondidos llevando consigo sólo alimentos. Como buenos conocedores se fueron donde habían sido recibidos a la ida, y allí estaban aún. Sin hacer preguntas les dieron de comer. En eso sintieron venir gente y sin decir palabra se miraron todos, asintiendo que los compañeros debían esconderse.

No hallaban qué hacer, entonces les dijeron que se acostaran y los taparon con cueros y monturas. Efectivamente, era la policía que buscaba a dos cuatreros. Bajaron de los caballos y dijeron estar cansados. Les ofrecieron té y vieron un asiento fantástico, de manera que se posaron allí, sobre los fugitivos, quienes casi sin poder respirar rezaban el rosario para no ser descubiertos. Los policías estuvieron mucho rato, se reían y cargaban sobre sus asientos, hasta que decidieron continuar la búsqueda pero por otros senderos. Los cuatreros se salvaron y todos rieron de la situación. La policía engañada y los cuatreros aplastados. DdO

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