Entonces, ése fue el momento cuando el tontito de Romo se enamoró de ella. Fue como un rayo de luz que iluminó su espíritu. "Bella mujer, cuánto daría por conquistarla", pensó. Amar a una mujer, ¡qué ideal!
Amarla eternamente, guardarla en un armario de oro, besarla toda, a lo largo del día. Contemplar sus bellas rodillas, beber de sus senos, buscar entre hierbas, quererla con arrobamiento. Formar con ella una familia con lindos hijos. Ella espera, él llega con un plumero en la cabeza diciéndole a su amada Lucía que es un pavo. Y pavo era.
La segunda vez que Alberto Romo vio a Lucía Montenegro fue el día en que finalizaba su trabajo. La había echado de menos, la extrañaba como si toda una vida hubiese estado con ella. Alberto ocupaba un cuarto en la casa de su madre viuda y no tenía más hermanos. En las noches se dormía ensoñado pensando en su idolatrada, idolatrada que apenas había visto en una ocasión. Se imaginaba con ella en sus brazos, recibiendo cálidos besos mientras él la acariciaba con encendida pasión.
Escuchó la voz de Lucía que provenía de la cocina, conversando con la nana de la casa. ¿Cómo poder verla y conversar con ella? ¿Cruzaría por el living? ¿Podría embelesarse contemplando los ojos argentinos de Lucía, su princesa? Decidió aguardar algunos minutos, mas éstos pasaban y la conversación de las dos mujeres continuaba. Cundió en Alberto la angustia y la desesperación. Escuchó la voz cantarina de la muchacha y la voz gruesa de la nana, una mujer igualmente gruesa, de gesto agrio. No se aguantó más las ganas de satisfacer su necesidad emocional e ideó una estrategia para llegar hasta ella. Tomó una lata vacía de pintura y se dirigió con pasos inseguros a la cocina. Su overol de trabajo estaba manchado de pintura.
-¡Permiso! –dijo con gesto alegre, y saludó-. Buenos días, señorita Lucía; buenos días, señora –dirigiéndose a la nana. La mujer no respondió y se limitó a mirarlo con cara de desagrado. Tanto, que él se figuró que la mujer se había tragado un ajo, o que la cebolla que picaba la descomponía y transfiguraba. Una persona antipática de carácter vinagre, pero que se llevaba muy bien con Lucía.
-Adelante, Alberto –invitó Lucía Montenegro, y agregó:- y por favor quite el ceremonioso "señorita" y llámeme simplemente por mi nombre. Ese recibimiento de la joven, a Alberto Romo se le ocurrió que era una buena señal. Alberto se puso feliz.
-Gracias, Lucía. Vengo a pedir un poco de agua.
-Saque usted mismo de esa llave –ordenó la suerte de chaperona.
-Bien, muy amable.
-¿Y? ¿Ya terminó de pintar? –inquirió Lucía.
-Así es, el trabajo ya está listo, le va a gustar cómo quedó el living con su nueva pintura.
-De eso estoy segura –contestó Lucía, regalándole una amplia sonrisa. A continuación se despidió:-Bueno, pues Alberto, lo felicito y ya nos veremos en otra ocasión –y volviéndose hacia la nana le comunicó que ese día no vendría a almorzar, ya que lo haría en compañía de unas compañeras de la universidad. La nana, imperturbable, continuó picando cebolla, mientras Alberto Romo flotaba y flotaba anonadado.
Los días siguientes elucubró en su hogar y no le cupo duda de que a Lucía le caía en gracia. "Es mía, la tengo loca. Conversaré con ella y le declararé mi amor. Luego, seremos felices por el resto de nuestras vidas". Entonces se puso a idear un plan de acercamiento. Iría decididamente a su casa y sin titubeos le lanzaría el discurso amoroso.
El domingo siguiente se puso su mejor tenida, un ambo gris que le quedaba holgado, camisa blanca y corbata azul. Compró una caja de chocolates y un ramo de rosas amarillas, y con las monedas que le sobraron pagó el bus. Éste lo dejó a una cuadra de distancia de la casa de Lucía. Alberto caminó con paso inseguro, repasando en su mente las palabras que usaría: "Desde que la vi, Lucía, mi corazón late con furia de amor por usted. Mi amada, he venido a pedirle pololeo". Y se imaginó que ella le respondería: "Alberto, mi amor, no sabes con cuánta ansia esperaba tu acercamiento y tu declaración de amor. ¡Oh, qué dichosa me has hecho!" Y coronarían el acto con un dichoso beso.
Llegó hasta el hogar de Lucía y se detuvo en la vereda de enfrente. Permaneció parado allí, sin moverse. De pronto, su mente quedó en blanco. No pensó más, algo se desvaneció y ni siquiera fue capaz de dar un paso. En blanco, en blanco, en blanco. Una lágrima se deslizó desde el ojo derecho rostro abajo. ¿Cómo se iba a fijar en él tan grácil y acomodada señorita? Escondió el paquete de chocolates baratos tras la espalda, junto con el ramo de flores. Cerca había un basurero. Mecánicamente, Alberto se deshizo de los presentes en el tarro. Observó una vez más la casa de Lucía Montenegro y se dispuso a partir, alejándose del lugar, desconsolado.
En ese preciso instante Lucía corrió los visillos de su dormitorio en el segundo piso y alcanzó a divisar a Alberto. "¡Vaya!", pensó, "aquel es el pintor, ¿cómo se llamaba? Alberto. ¿Qué andaría haciendo por aquí? ¡En fin! Simpático el hombrecito". Acto seguido se separó de la ventana y continuó con sus quehaceres.