En el mes de mayo, en el Cajón del Maipo, las hojas caen vigorosamente llenando el suelo de distintos tonos de café, sonando bajo los zapatos como galletas crujientes y arrastrándose por el suelo con el viento formando pequeños montículos de hojas caídas. Rafael, que solo tiene quince años, las barre con esmero; trabaja en el fundo El Toyo. Allí realiza muchas tareas, hace lo que le pidan, pero lo que más le gusta es lo que tiene que ver con los caballos. Sueña con salir del fundo y comprar muchos caballos en Argentina; dicen que los cuyanos tienen buenas bestias. Le ha pedido al tío Baucha que le muestre el paso Piuquenes para viajar, pero aún no lo quiere llevar.
A veces por la noche, Rafael se arranca del fundo, a patita no más, y se va a San José a conversar con los viejos, a tomarse un vino, a escuchar historias de arrieros, cuatreros y entierros.
Recuerda que caía día viernes en el fundo y se estaban arreglando para el rodeo del fin de semana. Rafael debía dejar las bestias listas para su presentación, tenía que tomar fuerzas porque se presentaría como amansador y era uno de los mejores, aunque varios porrazos tenía en el cuerpo. Y como era bien gallo, decidió bajar a San José a tomar vino y fuerzas. Se quedó en la barra de una cantina hasta las 2 de la mañana. Bien mareado estaba y decidió partir; a pata caminó como 6 kilómetros. Estaba cansado y trataba de acortar camino lo que más podía. Llegó hasta la Pata del Diablo, se persignó para que el diablo no lo molestara y siguió su camino.
Bajó para cruzar por el puente de cimbra, bien agarrado. El viento que traía el río Maipo le volaba las mechitas, y él mirando siempre para delante trataba de pisar bien, pero en una de esas se resbaló y cayó de rodillas sobre los durmientes. Le dio miedo, apretó los ojos para no mirar el paso del río por entre los tablones, pero no podía pararse, y entre la cuaradera y el río se puso a vomitar, se agarró como pudo de las barandas y caminó; nunca había encontrado tan largo el paso del río. Caminó a su rancho, trataba de no meter tanta bulla con las hojas secas que iba pisando, porque bastaba que un perro se diera cuenta que él iba, y lo saldrían todos los canes persiguiendo, y despertarían a los demás inquilinos.
Los perros lo escucharon y lo persiguieron; ni los peñascazos lo salvaron. Agarró una varilla y los espantó, pero seguían ladrando, hasta que de un momento a otro sus ladridos se convirtieron en aullidos. "¡Qué cresta pasa!, el diablo debe haber despertado", pensó Rafael, y medio asustado siguió. Pero agarró un corte de camino que era medio parado, pero sin duda más corto.
Comenzó a subir, los bototos le sonaban entre el maicillo suelto, sentía aullar a los perros a lo lejos; con los trancos largos se tropezó con una piedra, le quedaron las manos raspadas y entre la piel, piedrecillas sanguinolentas. Se sentó y miró para el lado de unos peumos, y en eso vio a un viejo con un sombrero grande sentado, que lo miraba entre la luz de la luna. Se asustó, le empezó a hablar: "Quiubo, iñor", le dijo con la voz entrecortada, pero el viejo no le contestó, y mientras en cuatro patas subía, el viejo se iba dando vueltas para mirarlo. Sentía que venía detrás de él
si ya no estaba ni curado… escuchaba a los perros y hasta un llanto se le salió, y le gritaba: "¡No me haga nada po', iñor, por favorcito!"... Terminó de subir y corriendo llegó a su casa; ni la respiración le salía. Abrió las colchas de su cama y se acostó tapado hasta las orejas; ni los bototos se sacó, y rezando se quedó dormido.
A las seis de la mañana su papá lo despertó para que fuera a cumplir sus obligaciones en el fundo. Despertó asustado todavía y con la boca seca, se tomó dos tachos de té y decidió ir a mirar el lugar donde estaba el viejo crestón que lo había asustado. Con una varilla en la mano bajó por entre los peñascos y se largó a reír… El día anterior los inquilinos habían cortado un árbol añoso, y con el hacha le habían dejado un corte que parecía sombrero, y los nudos y la corteza hacían parecer que había un ser agachado… Se llegaba a revolcar riéndose, pero el susto vivido no se lo sacaba nadie.