PIRCADO HECHO EN 1975 Y FOTOGRAFIADO EN 2014, CASI 40 AÑOS
DESPUÉS, SIN QUE MOSTRARA MODIFICACIONES. |
LUGAR EN QUE SE PERCIBIÓ LA VOZ DEL CHAMÁN, VIVENCIA RELATADA
EN EL TEXTO. AL FONDO, CUMBRE SAN LORENZO, 3.925 MSNM. |
Tempranísimo me dirigí a Lagunillas, centro invernal distante a 18 kilómetros de San José de Maipo. Fui en demanda de un pircado provisorio que armamos con César Baeza, Alfredo Pérez y Eduardo Lagos hace muchos años en el sector del portezuelo de Los Peladeros. El pircado en cuestión fue armado para protegernos, esa vez, del viento de montaña que, como sabemos, arrecia especialmente en los "portezuelos", que son pasadas de vientos desde un gran valle hacia otro valle vecino, por el sector en que el cordón montañoso deja estos pasadizos de altura.
Aquel viaje lo realizamos, con los compañeros que nombré, en febrero de 1975. Como esa fue nuestra primera salida a la montaña como equipo, el año 2013 quise ubicar el lugar de la pirca para fotografiarlo y mostrarlo a mis amigos. Ya en Lagunillas, a eso de las 06:50 horas desayuné y crucé hacia el este por los lomajes, y a poco más de una hora de caminar divisé, desde lo alto de esas lomas, el valle de Tres Esteros, allá muy abajo. Habíamos calculado el desnivel que hay desde este alto hasta el fondo del valle en que están los esteros en unos 450 metros. Para llegar al lugar donde estaba el pircado que me interesaba ubicar, debía bajar hasta Tres Esteros y luego remontar por las lomas del otro lado hasta alcanzar los 3250 m.s.n.m. Bajé hasta el valle de los esteros y remonté por las lomas que desde aquí se elevan para acercarse al portezuelo antes nombrado. Era un día caluroso y despejado. Pacientemente trepé hasta las terrazas superiores que me acercaban a mi destino, y a eso de las 14:00 horas aproveché una escasa sombra que daba una roca para almorzar. Llegué a unas planicies que estaban a los 3000 m.s.n.m. y que denominamos Pedernales. A esta planicie, los lugareños y arrieros le llaman La Vega Quemada. Después de almorzar subí otro par de terrazas, y luego de una búsqueda que demoró algo más de una hora, encontré el precario pircado que armamos en aquella ocasión. Entusiasmado ante el éxito del hallazgo, revisé el lugar y vi que las piedras que usamos para el armado de la pirca estaban en la misma posición en que las dejamos en ese año. La única diferencia es que habían brotado desde debajo de las piedras algunos pastos. Tomé fotos, y como vi que ya eran las 18:00 horas, decidí que ya era tiempo de bajar y ver si podía llegar a casa ese mismo día. Bajé casi corriendo y llegué a los Tres Esteros pasadas las 20:30 horas. Casi había oscurecido, y después de lavarme en esas aguas, empecé a elevarme y remontar esos 450 metros de altura que me separaban de los campos de Lagunillas.
Pronto se hizo de noche y ya caminaba por la oscuridad. No había peligro porque la pendiente que subía era suave y estaba cubierta de arbustos pequeños. Miré la hora y me di cuenta de que no alcanzaría a remontar la totalidad de esa ladera que me sacaba del cajón de los Tres Esteros. Empecé a mirar por un lugar que fuera lo suficientemente plano como para tirarme a dormir. Recordé un pequeño rellano que había a unos 150 metros antes de alcanzar la parte más alta y me di el trabajo de ubicarlo. Cuando llegué al rellano, eran ya las 22:00 horas y la oscuridad era total. Cansado pero tranquilo, me dispuse a pasar la noche en ese lugar. Había dormido muchas veces en excursiones en solitario, y esta vez estaba agotado y con sueño porque el día había sido largo y trabajoso. Me introduje en el saco de dormir después beber agua de mi cantimplora.
No sé si habrán transcurrido 15 o 20 minutos estando dormido profundamente, cuando un grito muy potente me despertó. Era como un chivateo o arreo en alguna lengua indígena, que hacen los que conducen arreando animales, el que se mantuvo por casi un minuto, alejándose entre el silencio de aquella tranquila noche en la montaña. Mi impresión personal del grito o alarido fue que se trataba de alguien de origen primitivo.
Me quedé un rato pensando en cuál pudo haber sido la causa de ese acontecimiento, pero no pude encontrar una explicación. En ese lugar tan retirado de cualquier poblado, lo más probable es que no haya habido una sola persona en 20 kilómetros a la redonda. En el atardecer, cuando crucé los esteros, no divisé a persona alguna, tal como sucedió en toda la travesía. El sueño me venció nuevamente y dormí sin sobresaltos hasta que amaneció. Recogí el saco de dormir y estibé la mochila antes de salir desde allí. Di una última mirada al cajón que estaba por abandonar. Allí abajo y muy lejos, quedó el valle de los Tres Esteros. También vi, algo más al sur, el caletón o alero en que hacía muchos años habíamos encontrado osamentas humanas que fueron debidamente entregadas al Museo de Historia Natural de la Universidad de Chile para su posterior estudio (ver Dedal de Oro 67 y 68).
Recorrí los campos de Lagunillas y en un par de horas alcancé el sitio donde dejé el auto, y regresé a casa. En el trayecto desde San José de Maipo a Santiago no dejé de pensar en el extraño acontecimiento de la noche pasada, y no sé por qué recordé que en casa tenía guardados por años una falange y un húmero humanos que eran parte de las osamentas que habíamos hallado en el caletón y que por circunstancias que no recuerdo quedaron olvidadas en uno de los cajones de mi clóset. Un par de semanas después de estos hechos, guiado por no sé qué extraño impulso, le pedí a mi amigo y compañero de montaña, Ricardo Reyes, que me acompañara a devolver estos restos óseos al Caletón de los Palitos, que es como fue registrado arqueológicamente el sitio. Llegamos un día domingo al caletón y en un rincón de esa cueva sepultamos aquellos restos óseos e hicimos algunas oraciones.